Me acuerdo de cuando el cine valía ciento veinticinco pesetas y comprábamos un yogur para comer en la sala. Al no llevar cucharilla enrollábamos la tapa de aluminio del envase como si fuera un palillo y mojábamos y chupábamos. La cantidad que podías ingerir era tan pequeña que el yogur nos duraba toda la película.
Me pregunto si por aquel entonces las palomitas cotizarían en bolsa o cual sería el motivo para que a toda la pandilla infantil nos diera por comer yogur a miligramos mientras duraba el largometraje. No he llegado nunca a ninguna conclusión al respecto, pero lo que sí pienso es que ese acto tan tonto es posible que haya determinado mi vida. Y es que estoy convencida que todo lo que te ocurre durante la infancia determina el tipo de personaje en el que te conviertes de adulto… Y si me pongo a atar cabos todo tiene sentido, de repente, y me doy cuenta de que toda la culpa de lo que soy hoy la tienen la cantidad de tapas de yogur que, una vez enrolladas en sí mismas, me sirvieron de cucharilla para tantas sesiones cinematográficas.
¿No me creéis?. Puedo demostrarlo.
Pertenezco a una generación en la que las madres que nos tocaron en suerte empezaban a trabajar y ya no eran sólo amas de casa. Eran las dos cosas, es decir, mulas de carga: Trabajaban, limpiaban, nos cuidaban y no se quejaban tanto como las madres que hoy somos y que nos vemos incapaces de llevar, sin llorar, todas esas labores multitarea. Claro está… algo había que hacer con los niños. Todo no se puede hacer bien y había que ocuparles en algo y dejarles solos para poder hacer el resto de labores. A mí y a mis primos nos tocó una opción no demasiado mala… nos daban dinero para ir al cine que había al lado de casa.
Tantas películas, tantos yogures, tantas tapas de aluminio enrolladas… Tantas, que adquirí una gran destreza en dos cosas: En enrollar todo tipo de láminas de cualquier material y en buscarle una utilidad a cada una de ellas. O sea, resumiendo, me hice lianta y pragmática, a partes iguales. Y me doy cuenta hoy… haciendo balance de mi vida ante vosotros, y atando cabos.
Recuerdo que mi madre se quejaba porque yo no ayudaba nada en las tareas del hogar. Solamente ofrecía mi colaboración, e incluso la imponía, a la hora de hacer canelones y enrollar la pasta con la carne, o en hacer deliciosos panqueques de postre. Me encantaba enrollar las alfombras para que más tarde mi madre pasara la aspiradora, encontraba gran placer en hacer enormes cilindros con ellas y no aceptaba ayuda de nadie.
En el colegio me entretenía enrollando folios para hacer cerbatanas con las que agredir a cualquier profesor o compañero despistado, y no aceptaba el clásico uso del metacrilato del bolígrafo… Más rígido, sí, pero sin la gracia de lo artesano. Y con esos mismos folios hacía catalejos para ver el mundo igual de grande, pero al menos enmarcado en mi propio círculo particular.
Pero el gesto adquirido de las manos y los dedos se convirtió en un vicio y entonces, para espanto de mis padres y el mío propio, no pude dejar de liar mis tirabuzones compulsivamente… Liar y liar mi pelo hasta hacerme rastas, que nunca me habían gustado… Pero no pude evitarlo.
Para darle un buen uso a esta ansiedad extraña que nadie entendía, no tuve otra opción que hacerme panadera, el único oficio que consiguió calmar mi angustia. Dedicaba mis horas laborales a hacer barras de pan, brazos de gitano, cruasanes, barquillos… Hacía horas extras, de hecho, por tal de no estar con mis dedos en calma… Siempre fui nombrada empleada del mes.
Por las noches salía con mis amigos, y pronto encontré algo que calmaba mi ansia y además me hacía extraña y simpática a ojos de los demás, con lo cual mi círculo de amistades se ampliaba, se ampliaba, se ampliaba, y yo cada vez liaba más canutos de hachís o marihuana, me daba igual, y todos mis amigos no tenían que molestarse. Y encima no consumía porque si lo hacía mis dedos se volvían mantequilla, así que era la amiga perfecta para todos.
Y entonces, una tarde en un bar, me presentaron a Guillermo. Me pareció el tipo más interesante que había conocido nunca, me encantó… pero me puse nerviosa y no sabía qué hacer con mis dedos, que ya se habían lanzado a enrollar al aire una lámina inexistente de algo… Fue entonces cuando pensé en yogures, yogures, yogures, tapas de yogur, necesitaba una tapa de yogur ¿era tanto pedir?. Pero Guillermo me miraba, extrañado por mi mutismo, y yo no podía pedir un yogur en un bar delante de aquel tipo impresionante, qué humillación. Y tampoco podía ser tan suicida y tan macarra como para liar canutos allí mismo, aunque no me los fumara.
Ansiosa, saqué lo primero que palpé en mi cartera. Lié, lié, lié y enrollé bajo la mesa como una loca lo que suponía era un tique de compra de cualquier tienda, y algo conseguí calmarme… Pero Guillermo me miraba sin pestañear y yo pensé que el corazón se me iba a caer entre los vasos de vino, y por más que enrollaba el supuesto tique no conseguía calmarme…
Me fui al baño, a ver si liando trozos de papel de wáter y evitando un rato la mirada de Guillermo, mi corazón volvía a latir con normalidad. Pero él vino detrás de mí…
Al llegar a la puerta común de los wáteres miró hacia mi mano, donde llevaba el tique, y me guiñó un ojo. Yo no entendí el gesto… Miré y me di cuenta de que había estado enrollando bajo la mesa un billete de veinte euros, y que tenía en mi mano un cilindro azul perfecto. Guillermo me hizo pasar y preparó unas lonchas ahí mismo, me invitó y yo no pude decir que no… Demonios, entendedme, ¡aquel tipo me gustaba mucho!.
Aquello me hizo desinhibirme, me puse a hablar como una condenada, le apabullé con mi personalidad y quiero pensar que llegó a enamorarse de mí. Yo por supuesto ya lo estaba… El caso es que desde ese día compartimos mucho amor, muchos cilindros azules de veinte euros, mucha cocaína…
Así que ya veis que no os mentí, y que es por culpa de las tapas de yogures de la infancia por lo que estoy hoy contando esto en mi primer día con vosotros, en este grupo de desintoxicación… Pero yo en realidad no soy como vosotros, no estoy enganchada a ninguna droga… sólo tengo el vicio de enrollar láminas desde pequeña…
La cocaína puedo dejarla cuando quiera.
Me pregunto si por aquel entonces las palomitas cotizarían en bolsa o cual sería el motivo para que a toda la pandilla infantil nos diera por comer yogur a miligramos mientras duraba el largometraje. No he llegado nunca a ninguna conclusión al respecto, pero lo que sí pienso es que ese acto tan tonto es posible que haya determinado mi vida. Y es que estoy convencida que todo lo que te ocurre durante la infancia determina el tipo de personaje en el que te conviertes de adulto… Y si me pongo a atar cabos todo tiene sentido, de repente, y me doy cuenta de que toda la culpa de lo que soy hoy la tienen la cantidad de tapas de yogur que, una vez enrolladas en sí mismas, me sirvieron de cucharilla para tantas sesiones cinematográficas.
¿No me creéis?. Puedo demostrarlo.
Pertenezco a una generación en la que las madres que nos tocaron en suerte empezaban a trabajar y ya no eran sólo amas de casa. Eran las dos cosas, es decir, mulas de carga: Trabajaban, limpiaban, nos cuidaban y no se quejaban tanto como las madres que hoy somos y que nos vemos incapaces de llevar, sin llorar, todas esas labores multitarea. Claro está… algo había que hacer con los niños. Todo no se puede hacer bien y había que ocuparles en algo y dejarles solos para poder hacer el resto de labores. A mí y a mis primos nos tocó una opción no demasiado mala… nos daban dinero para ir al cine que había al lado de casa.
Tantas películas, tantos yogures, tantas tapas de aluminio enrolladas… Tantas, que adquirí una gran destreza en dos cosas: En enrollar todo tipo de láminas de cualquier material y en buscarle una utilidad a cada una de ellas. O sea, resumiendo, me hice lianta y pragmática, a partes iguales. Y me doy cuenta hoy… haciendo balance de mi vida ante vosotros, y atando cabos.
Recuerdo que mi madre se quejaba porque yo no ayudaba nada en las tareas del hogar. Solamente ofrecía mi colaboración, e incluso la imponía, a la hora de hacer canelones y enrollar la pasta con la carne, o en hacer deliciosos panqueques de postre. Me encantaba enrollar las alfombras para que más tarde mi madre pasara la aspiradora, encontraba gran placer en hacer enormes cilindros con ellas y no aceptaba ayuda de nadie.
En el colegio me entretenía enrollando folios para hacer cerbatanas con las que agredir a cualquier profesor o compañero despistado, y no aceptaba el clásico uso del metacrilato del bolígrafo… Más rígido, sí, pero sin la gracia de lo artesano. Y con esos mismos folios hacía catalejos para ver el mundo igual de grande, pero al menos enmarcado en mi propio círculo particular.
Pero el gesto adquirido de las manos y los dedos se convirtió en un vicio y entonces, para espanto de mis padres y el mío propio, no pude dejar de liar mis tirabuzones compulsivamente… Liar y liar mi pelo hasta hacerme rastas, que nunca me habían gustado… Pero no pude evitarlo.
Para darle un buen uso a esta ansiedad extraña que nadie entendía, no tuve otra opción que hacerme panadera, el único oficio que consiguió calmar mi angustia. Dedicaba mis horas laborales a hacer barras de pan, brazos de gitano, cruasanes, barquillos… Hacía horas extras, de hecho, por tal de no estar con mis dedos en calma… Siempre fui nombrada empleada del mes.
Por las noches salía con mis amigos, y pronto encontré algo que calmaba mi ansia y además me hacía extraña y simpática a ojos de los demás, con lo cual mi círculo de amistades se ampliaba, se ampliaba, se ampliaba, y yo cada vez liaba más canutos de hachís o marihuana, me daba igual, y todos mis amigos no tenían que molestarse. Y encima no consumía porque si lo hacía mis dedos se volvían mantequilla, así que era la amiga perfecta para todos.
Y entonces, una tarde en un bar, me presentaron a Guillermo. Me pareció el tipo más interesante que había conocido nunca, me encantó… pero me puse nerviosa y no sabía qué hacer con mis dedos, que ya se habían lanzado a enrollar al aire una lámina inexistente de algo… Fue entonces cuando pensé en yogures, yogures, yogures, tapas de yogur, necesitaba una tapa de yogur ¿era tanto pedir?. Pero Guillermo me miraba, extrañado por mi mutismo, y yo no podía pedir un yogur en un bar delante de aquel tipo impresionante, qué humillación. Y tampoco podía ser tan suicida y tan macarra como para liar canutos allí mismo, aunque no me los fumara.
Ansiosa, saqué lo primero que palpé en mi cartera. Lié, lié, lié y enrollé bajo la mesa como una loca lo que suponía era un tique de compra de cualquier tienda, y algo conseguí calmarme… Pero Guillermo me miraba sin pestañear y yo pensé que el corazón se me iba a caer entre los vasos de vino, y por más que enrollaba el supuesto tique no conseguía calmarme…
Me fui al baño, a ver si liando trozos de papel de wáter y evitando un rato la mirada de Guillermo, mi corazón volvía a latir con normalidad. Pero él vino detrás de mí…
Al llegar a la puerta común de los wáteres miró hacia mi mano, donde llevaba el tique, y me guiñó un ojo. Yo no entendí el gesto… Miré y me di cuenta de que había estado enrollando bajo la mesa un billete de veinte euros, y que tenía en mi mano un cilindro azul perfecto. Guillermo me hizo pasar y preparó unas lonchas ahí mismo, me invitó y yo no pude decir que no… Demonios, entendedme, ¡aquel tipo me gustaba mucho!.
Aquello me hizo desinhibirme, me puse a hablar como una condenada, le apabullé con mi personalidad y quiero pensar que llegó a enamorarse de mí. Yo por supuesto ya lo estaba… El caso es que desde ese día compartimos mucho amor, muchos cilindros azules de veinte euros, mucha cocaína…
Así que ya veis que no os mentí, y que es por culpa de las tapas de yogures de la infancia por lo que estoy hoy contando esto en mi primer día con vosotros, en este grupo de desintoxicación… Pero yo en realidad no soy como vosotros, no estoy enganchada a ninguna droga… sólo tengo el vicio de enrollar láminas desde pequeña…
La cocaína puedo dejarla cuando quiera.
1 amiguetes que comentan.:
Ya sabes que me fue dejando mal cuerpo a medida que lo iba leyendo y como un pequeño detalle, como lo malvados que resultaron ser los padres de la protagonista y una serie de coincidencias la llevan hasta la certeza de que la cocaína la puede dejar en cualquier momento.
La autonegación es un mecanismo frecuente y útil.
A ver si le paso la dirección a Bernat cuando le vea.
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