20080710

El merendero

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El abuelo observa a su hija trajinar nerviosa por la cocina haciendo la comida para toda la familia, que está al llegar, y a su nieto pulular alrededor de la madre haciendo ruidos extraños mientras juega con un muñeco de plástico que, no hace tanto, tuvo cierto parecido con Spiderman.

- Raúl, vamos a dar un paseo por el pueblo mientras tu madre termina de hacer la comida, creo que la estamos poniendo un poco nerviosa.
- ¡Vale, abuelo! ¿Me cuentas una historia de fantasmas?
- Claro, pero coge la chaqueta y vámonos o tu madre acabará quemando las alubias.
- ¡Pero si es verano, abuelo! ¡No quiero la chaqueta!
- Tú cógela, que esto no es Madrid y aquí nunca se sabe… hay bruma pesada y acabará entrando la niebla.

La mujer mira a su padre con un gesto de agradecimiento y el abuelo sonríe, acariciando la cabeza de su nieto al pasar hacia el recibidor para coger la chaqueta y la vara de avellano. Desde la entrada ve como su yerno ha tomado posesión del salón y disfruta de sus vacaciones rurales vagando por los canales televisivos que transmiten las noticias deportivas sin descanso. Le saluda con un gesto de cabeza y ya tiene a su nieto jugando a sus pies, metiendo a Spiderman en las almadreñas que descansan en el recibidor, jubiladas ya hace tiempo.
Mientras el abuelo baja las escaleras de piedra que salvan la altura de la casa con el callejón, el nieto ya las ha subido y bajado tres veces, corriendo hasta la puerta del garaje que hace años fue una cuadra, subiendo hasta la puerta de entrada y volviendo a bajar.
- ¿Me cuentas una historia de fantasmas, abuelito?
- Claro…
- ¿Y por qué no damos el paseo en el coche rojo que tienes en la cuadra? ¡Nunca lo mueves!
- Habría que sacar todos los trastos que lo rodean, Raúl, además no creo que funcione… Vamos andando, que quien mueve las piernas mueve el corazón.
- ¡Vale!

Suben juntos por el callejón hacia la carretera mientras el abuelo le cuenta al niño que, cuando él era joven, sólo el alcalde de entonces tenía un televisor en blanco y negro, pero apenas podía verlo porque no llegaba la señal. Le cuenta que no existía internet, ni los móviles, y para llamar por teléfono hacían cola en la única cabina de teléfono que había en el pueblo, justo al lado de la iglesia, en la plaza. Le cuenta que no existían los juegos de ordenador, ni siquiera los juegos de mesa que no fueran el parchís, la oca, y los que necesitaran una baraja de cartas.

- ¿Qué aburrido, no?
- Al contrario… los niños como tú tenían que inventar sus propios juegos. Y se inventaban juegos geniales con ayuda de poca cosa, una piedra… Sí, una piedra, por ejemplo, era suficiente.
- ¿Pero me vas a contar una historia de fantasmas?
- Sí… Dame la mano, que ya estamos en la carretera.
- ¿Vamos andando hasta el cementerio?
- Vamos hacia allá, pero hasta el merendero sólo, que luego la carretera es muy empinada para mis viejas piernas… ¿Estás preparado? A ver… una historia de fantasmas… Antes, hace muchos años, aquí había niños durante todo el año, vivían aquí, no como tú que vienes en verano. Ahora ya sólo hay niños en esta época del año.
- ¿Y dónde están aquellos niños, abuelo?
- En el cementerio o en la residencia de ancianos. Y unos pocos cuidando de sus nietos mientras las madres hacen alubias para toda la familia.
- ¡Como tú!
- Como yo… sólo que yo soy un poco mayor que todos aquellos niños. Pero como aún puedo andar hasta el merendero y acordarme de las historias de fantasmas, pues aún no hace falta que me vaya a la residencia. A ver, te cuento… pero para que entiendas esta historia tienes que cerrar los ojos y no hacer trampas. No me sueltes la mano y con la otra tienes que ir tocando las cosas que encuentres ¿vale?
- ¡Sí! ¿a eso jugaban los niños de la piedra?
- A eso mismo. Sólo que ellos no tuvieron que cerrar los ojos porque todo ocurrió una tarde de otoño, antes de cenar. Ya era de noche desde hacía tres horas y de repente se fue la luz, ocurría muchas veces y a veces no volvía a haber electricidad hasta el día siguiente. No se veía nada, ni siquiera podías ver tus propios pies porque por no haber no había ni luna ni estrellas ¿Has cerrado los ojos? ¿Qué ves?
- ¡Veo negro!
- Pues eso es lo que veían los cuatro niños con los ojos abiertos. Vinieron con una vela hasta aquí, justo en el cruce del callejón con la carretera, justo donde estamos nosotros. La vela no se apagaba porque no corría nada de aire, que de algo tiene que servir estar aislados y rodeados de montañas por todas partes ¿no crees? Cogieron una piedra, una piedra que les llenaba toda una mano… y se jugaron a suertes quién sería el primero en ir hasta el merendero totalmente solo, con la piedra en la mano, y sin ver nada en absoluto. El juego consistía en dejar la piedra en mitad de la mesa del merendero y volver. El siguiente debía ir solo hasta allí y volver con la piedra, que era la única manera de demostrar que ambos habían sido lo suficientemente valientes y hábiles para lograrlo ¿lo entiendes? Y luego les tocaría el turno a los otros dos.
- ¡Sí!
- Dime qué notas con los ojos cerrados y ve avanzando hacia el merendero. No te preocupes que yo no te suelto, pero ve tú dirigiéndome a mí.
- Noto calor pegajoso que hace que pese la ropa y… huele a verano y a río y a piedras que queman la toalla y… hay mucho silencio porque todo el mundo está haciendo la comida en sus casas, y… huele a comida de esa que hacen aquí y que no me gusta y a leña, y… suena a… metal.
- ¿Suena a metal?
- ¡Así suena el pueblo a esta hora en verano, abuelo! Suena muy poco y suena a metal, a cucharas y tenedores y a… ¡las campanas que llevan colgadas las vacas!
- Cencerros.
- Y dentro de un rato ya no suena a nada el pueblo, y es un rollo.
- La siesta.
El abuelo se ríe y cierra los ojos. Escucha el verano del pueblo y oye un cencerro a lo lejos y piensa que ya apenas queda ganado, escucha un tenedor cercano batiendo un huevo, y se da cuenta del olor a artesano del pan. El silencio abrumador roto por esas pequeñas cosas más el sonido imperceptible de un río que baja con dificultad a día de hoy en verano, cuando en su día causó riadas que casi sobrepasaban el puente en el que se encuentran ahora y aquello sonaba como una gran ovación en un teatro, como unos aplausos que no terminaban nunca. Con el despiste del recuerdo no se da cuenta de que su nieto, emocionado con el juego, ha ido palpando todo hasta ir a dar con una ortiga en el reborde de piedra del puente, en la misma carretera. Asustado, abre los ojos y chilla.

- Perdona Raúl, me despisté ¿qué notaste? Se te pasará enseguida.
- Tocaba la piedra del puente, abuelo… notaba lo que hay escrito como si fueran cicatrices. La ortiga es áspera hasta que pica, y cuando tocas algo áspero lo notas en la boca ¿te has fijado? ¡Ahora me escuece!
- Eso le pasó al niño al que le tocó en suerte ir el primero hasta el merendero aquella noche. Será mejor que cierres los ojos sólo a ratos, Raúl… Aquel niño iba por el lado izquierdo del puente, por el arcén de la carretera, pasaba los dedos ansioso por la piedra mientras avanzaba, sin apretar demasiado porque encontraba piedrecillas sueltas que le resbalaban por las yemas de los dedos como si fueran trocitos de sal gorda esparcida por encima, notaba las inscripciones que llevan ahí tantos años como el mismo puente, y se sintió bien cuando siguiendo un surco reconoció una forma de corazón con una letra M y una letra J, porque eso indica que estás en la última piedra antes de que termine el puente. Mira, cerramos los ojos los dos, tócalas… Y justo después olvidó que tras el puente había un matojo enorme de ortigas y se rozó todo el brazo izquierdo… notó esa aspereza que dices en el cielo del paladar justo antes de que empezara el escozor y, aunque era un niño de pueblo y sabía que no debía rascarse, gritó y se frotó el brazo, buscando a tientas la valla de hierro que ves aquí y que evita que te caigas al río… El niño no soltaba la piedra, y con la mano libre consiguió alcanzar la valla, pero estaba un poco asustado por haberse hecho daño con las ortigas y ya no fue con tanto cuidado… Siguió con la mano izquierda toda la valla, que ya por entonces estaba en mal estado y la pintura seca y cuarteada del pasamanos le iba haciendo pequeños cortes con sus minúsculas cuchillas, hasta que al dejar de tener su apoyo en el camino se sintió desamparado y se llevó la mano a la boca. Tú no lo hagas, Raúl… Toca la valla con cuidado… Pues aquel niño descubrió que el sabor del hierro oxidado y de la sangre se parecen bastante, se confunden de hecho, y descubrió también que las lágrimas saben parecido a esa sopa insulsa y pasada de sal que hacía su madre y todas las madres, porque no había nada apenas que echar en el caldo. Y entonces pensó que le quedaban dos opciones en ese momento… Bien seguir la carretera y hacer toda la curva tras la cual ya estaría en el merendero… bien subir evitando la curva entre piedras, tierra y hierbas bajas y terminar antes con aquello. Miró al suelo y no se veía los pies, ni las manos, nada de nada… se acuclilló y, con la mano libre y ensangrentada, tocó el inicio del pequeño terraplén que debía subir hasta llegar al merendero. Notó la humedad en las rodillas, el olor a tierra y hierba mojada que tú habrás notado a veces en Madrid en el momento exacto en el que empieza a llover, y no antes ni después ¿sabes cuál te digo, Raúl?
- ¡Sí!. ¡Y cada vez que lo huelo me acuerdo de ti y del pueblo, abuelo!
- Pues ese olor exacto que hace que te duelan un poco los brazos y las piernas, pero que es a la vez agradable, siempre y cuando no lo veas todo “negro”,… Eso es lo que notó el niño en ese momento al subir a tientas y a gatas por el terraplén, notando como su ropa se iba empapando de colores verdes y marrones… ¿ves por dónde subió? Nosotros lo haremos por la curva, que el terraplén está lleno de basura. Por entonces no había latas de refrescos ahí tiradas, ni envases de plástico, pero el niño subía con mucho miedo porque sí era posible que hubiera alguna botella de cristal rota, y ya llevaba la mano derecha llena de pequeños cortes. Fue muy despacio y muy asustado y, aunque le costó mucho subir, finalmente llegó al merendero.
- ¿Y entonces apareció el fantasma?
- Sí… más o menos entonces. Cuando el niño palpó la mesa del merendero oyó a lo lejos un motor de coche - por entonces había muy pocos - que venía desde el puerto de montaña que empieza justo aquí. Al no haber nada de luz cualquier foco por lejos que esté, algo hace… y aunque al coche aún le quedaban varias curvas para llegar al merendero, en una de ellas iluminó tenuemente todo aquello, y el niño pudo posar la piedra en el centro de la mesa en un momento. Pero los faros del coche bajando, acercándose y tomando las curvas, hacían que las sombras se movieran vertiginosamente entre el merendero, la carretera y la montaña, y con esa escasa luz pudo ver al dejar la piedra que frente a él, al otro lado de la mesa, había alguien de su tamaño y complexión, una sombra quieta y a contraluz cuyo descubrimiento le hizo brincar hacia atrás y dar un grito justo en el momento en que los faros del coche que se acercaba ya no alcanzaban ese rincón y volvía a sumirse todo en la negrura más espesa.
- ¡Un niño fantasma!
- En la penúltima curva anterior al merendero y de nuevo con el haz de luz del coche a punto ya de llegar… el niño pudo ver la silueta a contraluz de la pequeña sombra fantasmal que alzaba el brazo dispuesto a tirarle algo… y justo antes de volver a quedar completamente a oscuras pudo ver que la piedra ya no estaba en el centro de la mesa.
- ¡Le tiró la piedra!
- Sí… le tiró la piedra y le dio en la cara… el niño salió corriendo al centro de la carretera justo cuando el coche rojo tomaba la última curva y lo invadía todo de luz con sus faros, bajando a toda velocidad el último tramo del puerto de montaña antes de llegar al pueblo… Era un forastero que pasaba por allí y que no pudo reaccionar a tiempo y atropelló al niño, viendo de reojo cómo la sombra de otro niño subía corriendo hacia el cementerio. El forastero bajó del coche, muy asustado, y enseguida vio que no había nada que hacer… El niño estaba muerto, había una piedra ensangrentada en la base de la mesa del merendero, y un golpe tremendo en la calandra de su coche.
- ¿Y qué pasó?
- Poco más… retiró el cuerpo del niño de la carretera, lo dejó junto al abrevadero… y se fue de allí sin avisar a nadie ni contarlo nunca. Un par de horas más tarde encontramos al niño, después de que sus tres amigos volvieran a tientas a sus casas a avisar del peligro cuando oyeron el primer grito que dio en el puente… Nunca se supo quién fue el forastero ni cómo llegó esta historia a boca de todos, es una leyenda como todas las que hay en los pueblos, que todo el mundo las conoce pero nadie sabe cuál es la fuente. A veces dicen que se oyen voces de niños jugando en el merendero, siempre en octubre, siempre en la tarde noche… Y nada más.
- ¿Y el coche del forastero era rojo, como el que tienes tú guardado en la cuadra entre los trastos?
- Parecido… Vámonos a casa que ya deben haber llegado todos y no quiero que tu madre se enfade porque se nos enfríen las alubias, corre.


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