A la una de la tarde de un jueves cualquiera, Ana recibe la llamada inesperada de César: por lo visto está en la ciudad y acaba de salir de una reunión de trabajo, así que llama a Ana para ir a comer juntos. Ella duda mientras hablan porque, aunque está desempleada, se ha levantado hace un par de horas y tiene mil cosas que hacer. Por un lado piensa que hace meses que no se ven, y por otro observa el cuadro que está pintando y que debe acabar sí o sí en menos de dos días porque se va de viaje y es un regalo de Navidad que no puede dejar inacabado.
Finalmente accede, pero sólo a comer ¿eh? que te conozco y estoy muy liada. César se ríe, quién sabe si por la dudosa ocupación que se le supone a un desempleado, y acuerdan quedar en media hora cerca de casa de Ana. Al cabo de un rato entran en un restaurante que ella frecuenta bastante. Como hace tiempo que no se ponen al día Ana no para de hablar y, cuando llega la camarera, aún no han abierto siquiera el menú de raciones. ¿Les tomo nota?. Aún no sabemos qué pedir, no lo hemos mirado ¡No se calla!, dice César en tono guasón. La camarera sonríe y se retira, mientras los dos comensales deciden rápidamente qué raciones van a escoger.
¿Ya se calló?, le dice la camarera a César con aire simpático. De modo que piden una de pulpo, otra de calamares y unos pimientos de padrón mientras Ana balbucea como disculpa algún que otro chiste al respecto de su verborrea.
Cuando aparece de nuevo la camarera César vuelve a dirigirse a ella, esta vez picarón, lo cual obliga a Ana a hacer algún tipo de broma por tal de evitar que la chica se ofenda. La camarera exprime un intento de sonrisa y vuelve hacia la cocina jurando contra las familias de todos los clientes excesivamente simpáticos que existen en el mundo.
Durante la comida discuten, como siempre, sobre cualquier cosa. Les encanta discutir, nunca están de acuerdo en nada y, de nuevo, todo gira en torno a los códigos morales del uno y de la otra, de lo que está bien y de lo que está mal. César le echa en cara que es demasiado discreta y Ana no lo cree así. Yo odio molestar, así que doy mi opinión sobre algo personal cuando me la piden. Si la das sin que se te pregunte, es más que probable que te manden al carajo, y con razón. César discrepa y lo argumenta diciendo que mucha gente no se atreve a pedir opinión ajena cuando, en el fondo, lo están deseando. Ana contesta que, precisamente, ajeno significa que no es tuyo, que no te incumbe, y que por tanto no debes meterte a menos que te lo pidan. César la interrumpe en mitad de su explicación y zanja diciéndole que ella no da su opinión sobre algo peliagudo ni aunque se lo rueguen y que nunca se moja. Dicho esto, unta una miga enorme de pan en el aceite que rezuma sobre la tabla donde, hasta hace un momento, se resignaba un pulpo con cachelos.
La camarera aparece de nuevo con los pimientos de padrón y César le advierte, en un tono simpático que se recibe ofensivo, que si no pica ninguno no los pagará. Ana se ruboriza aunque sepa y mantenga que no es una vergüenza suya, que no le incumbe, y que por tanto no debería preocuparse.
Y siguen discutiendo sobre otro tema que en realidad es siempre el mismo. Y otro. Y otro. Y Ana recuerda de nuevo por qué se terminó todo, hace siglos. Finalmente, con el segundo café y el primer orujo, concluyen una vez más que cada uno tiene su forma de ver la vida y que ninguna es mejor ni peor. Según Ana de ser algo son incompatibles. Según César eso también habría que discutirlo.
Salen del restaurante cuando ya no queda nadie y la camarera y el dueño recogen, deseando cerrar. El jefe les da las gracias y se despide, la chica no. Ya en la calle dudan si tomar un último café, y Ana le pregunta a César si piensa hacerle pasar vergüenza de nuevo. Es para decidir si vamos a un bar que yo no frecuente y al que no piense volver, o llevarte a un sitio donde voy a menudo.
César se finge ofendido. Ella insiste en su pregunta a modo de advertencia y piensa que ésta es la típica situación de ese último café que a uno nunca le apetece tomar, pero ya casi han entrado en un bar en el que ella se deja caer de cuando en cuando. Piden en la barra y ambos bromean con la camarera, que responde hábilmente y con ganas. Deciden ir a una mesa que da a la calle, y César se ofrece a llevar los cafés mientras Ana se sienta. Ella se acomoda, mira su móvil, responde algún mensaje, manda un par más. De reojo ve a dos amigas charlando en una mesa contigua, y al fondo César sigue bromeando con la camarera mientras los cafés pedidos se enfrían sobre la barra junto a dos orujos con hielo, que se calientan. Pasa un minuto, dos, tres, siete. Ana se acerca a la barra a por su café ya tibio, recordando alguna situación similar de hace diez años. Uy, perdona, ahora voy, le dice César. No pasa nada, contesta Ana sonriéndole a la camarera y volviendo a la mesa. Busca en su agenda a quién llamar, una voz amiga que le evite ese rato de normalidad ajena. Llama a alguien que pueda devolverle en un segundo a la propia, y mantiene una pequeña charla que César aprovecha para acercarle el orujo que ella no quería tomar, y decirle algo parecido a Como veo que estás hablando por teléfono...
Un par de minutos después, el metro donde su amigo interlocutor se encuentra entierra en el subsuelo la cobertura, y Ana vuelve obligada a lo ajeno. Mira hacia la calle y piensa en el cuadro que quiere terminar, en el relato que tiene que escribir para el taller de diciembre, en las miles de cosas que tiene que hacer antes de irse de viaje, en la cara de idiota que se le debe estar poniendo. Le entra la risa, como cada vez que vive una situación absurda: está bebiendo un orujo que no le apetece, sola en una mesa de un bar que frecuenta y que, afortunadamente, está casi vacío. Todo le suena de algo, de un tiempo ya lejano, sólo que ahora le da la risa. Se plantea marcharse a casa pero piensa que la pobre camarera se sentirá culpable o a saber qué, y le da apuro incomodarla. Tres sorbos y diez minutos más tarde piensa que esa manera de ser suya no es nada práctica y que debería ser más asertiva y hacer lo que le parezca. Dos sorbos y seis minutos después se imagina a la camarera mirándola como si fuera una loca despechada, cuando lo que ella quiere es irse a su casa a pintar, a escribir, o a ambas cosas. Otro sorbo más al cabo de ocho minutos le trae un recuerdo oscuro de antaño, que aflora y le regala una decisión repentina, feliz, e inapelable que ya tomó hace una década. Me largo, esto me es ajeno.
Ajeno, que no le incumbe, que ni es suyo ni le debería preocupar. Y sin beber un sorbo más ni darle más vueltas se pone el abrigo y se acerca a despedirse. Le sonríe a la mirada apurada que encuentra detrás de la barra y le dice, No te preocupes, si nosotros lo tenemos todo hablado. César balbucea una disculpa mientras Ana le da dos besos y recuerdos para sus padres, y tras agitar alegremente la mano desde la puerta, se gira y se aleja de allí, paseando hacia su casa. A pintar, a escribir, o a ambas. Probablemente a escribir porque César, sin quererlo, le acaba de regalar un buen tema para el relato del taller de diciembre.
Finalmente accede, pero sólo a comer ¿eh? que te conozco y estoy muy liada. César se ríe, quién sabe si por la dudosa ocupación que se le supone a un desempleado, y acuerdan quedar en media hora cerca de casa de Ana. Al cabo de un rato entran en un restaurante que ella frecuenta bastante. Como hace tiempo que no se ponen al día Ana no para de hablar y, cuando llega la camarera, aún no han abierto siquiera el menú de raciones. ¿Les tomo nota?. Aún no sabemos qué pedir, no lo hemos mirado ¡No se calla!, dice César en tono guasón. La camarera sonríe y se retira, mientras los dos comensales deciden rápidamente qué raciones van a escoger.
¿Ya se calló?, le dice la camarera a César con aire simpático. De modo que piden una de pulpo, otra de calamares y unos pimientos de padrón mientras Ana balbucea como disculpa algún que otro chiste al respecto de su verborrea.
Cuando aparece de nuevo la camarera César vuelve a dirigirse a ella, esta vez picarón, lo cual obliga a Ana a hacer algún tipo de broma por tal de evitar que la chica se ofenda. La camarera exprime un intento de sonrisa y vuelve hacia la cocina jurando contra las familias de todos los clientes excesivamente simpáticos que existen en el mundo.
Durante la comida discuten, como siempre, sobre cualquier cosa. Les encanta discutir, nunca están de acuerdo en nada y, de nuevo, todo gira en torno a los códigos morales del uno y de la otra, de lo que está bien y de lo que está mal. César le echa en cara que es demasiado discreta y Ana no lo cree así. Yo odio molestar, así que doy mi opinión sobre algo personal cuando me la piden. Si la das sin que se te pregunte, es más que probable que te manden al carajo, y con razón. César discrepa y lo argumenta diciendo que mucha gente no se atreve a pedir opinión ajena cuando, en el fondo, lo están deseando. Ana contesta que, precisamente, ajeno significa que no es tuyo, que no te incumbe, y que por tanto no debes meterte a menos que te lo pidan. César la interrumpe en mitad de su explicación y zanja diciéndole que ella no da su opinión sobre algo peliagudo ni aunque se lo rueguen y que nunca se moja. Dicho esto, unta una miga enorme de pan en el aceite que rezuma sobre la tabla donde, hasta hace un momento, se resignaba un pulpo con cachelos.
La camarera aparece de nuevo con los pimientos de padrón y César le advierte, en un tono simpático que se recibe ofensivo, que si no pica ninguno no los pagará. Ana se ruboriza aunque sepa y mantenga que no es una vergüenza suya, que no le incumbe, y que por tanto no debería preocuparse.
Y siguen discutiendo sobre otro tema que en realidad es siempre el mismo. Y otro. Y otro. Y Ana recuerda de nuevo por qué se terminó todo, hace siglos. Finalmente, con el segundo café y el primer orujo, concluyen una vez más que cada uno tiene su forma de ver la vida y que ninguna es mejor ni peor. Según Ana de ser algo son incompatibles. Según César eso también habría que discutirlo.
Salen del restaurante cuando ya no queda nadie y la camarera y el dueño recogen, deseando cerrar. El jefe les da las gracias y se despide, la chica no. Ya en la calle dudan si tomar un último café, y Ana le pregunta a César si piensa hacerle pasar vergüenza de nuevo. Es para decidir si vamos a un bar que yo no frecuente y al que no piense volver, o llevarte a un sitio donde voy a menudo.
César se finge ofendido. Ella insiste en su pregunta a modo de advertencia y piensa que ésta es la típica situación de ese último café que a uno nunca le apetece tomar, pero ya casi han entrado en un bar en el que ella se deja caer de cuando en cuando. Piden en la barra y ambos bromean con la camarera, que responde hábilmente y con ganas. Deciden ir a una mesa que da a la calle, y César se ofrece a llevar los cafés mientras Ana se sienta. Ella se acomoda, mira su móvil, responde algún mensaje, manda un par más. De reojo ve a dos amigas charlando en una mesa contigua, y al fondo César sigue bromeando con la camarera mientras los cafés pedidos se enfrían sobre la barra junto a dos orujos con hielo, que se calientan. Pasa un minuto, dos, tres, siete. Ana se acerca a la barra a por su café ya tibio, recordando alguna situación similar de hace diez años. Uy, perdona, ahora voy, le dice César. No pasa nada, contesta Ana sonriéndole a la camarera y volviendo a la mesa. Busca en su agenda a quién llamar, una voz amiga que le evite ese rato de normalidad ajena. Llama a alguien que pueda devolverle en un segundo a la propia, y mantiene una pequeña charla que César aprovecha para acercarle el orujo que ella no quería tomar, y decirle algo parecido a Como veo que estás hablando por teléfono...
Un par de minutos después, el metro donde su amigo interlocutor se encuentra entierra en el subsuelo la cobertura, y Ana vuelve obligada a lo ajeno. Mira hacia la calle y piensa en el cuadro que quiere terminar, en el relato que tiene que escribir para el taller de diciembre, en las miles de cosas que tiene que hacer antes de irse de viaje, en la cara de idiota que se le debe estar poniendo. Le entra la risa, como cada vez que vive una situación absurda: está bebiendo un orujo que no le apetece, sola en una mesa de un bar que frecuenta y que, afortunadamente, está casi vacío. Todo le suena de algo, de un tiempo ya lejano, sólo que ahora le da la risa. Se plantea marcharse a casa pero piensa que la pobre camarera se sentirá culpable o a saber qué, y le da apuro incomodarla. Tres sorbos y diez minutos más tarde piensa que esa manera de ser suya no es nada práctica y que debería ser más asertiva y hacer lo que le parezca. Dos sorbos y seis minutos después se imagina a la camarera mirándola como si fuera una loca despechada, cuando lo que ella quiere es irse a su casa a pintar, a escribir, o a ambas cosas. Otro sorbo más al cabo de ocho minutos le trae un recuerdo oscuro de antaño, que aflora y le regala una decisión repentina, feliz, e inapelable que ya tomó hace una década. Me largo, esto me es ajeno.
Ajeno, que no le incumbe, que ni es suyo ni le debería preocupar. Y sin beber un sorbo más ni darle más vueltas se pone el abrigo y se acerca a despedirse. Le sonríe a la mirada apurada que encuentra detrás de la barra y le dice, No te preocupes, si nosotros lo tenemos todo hablado. César balbucea una disculpa mientras Ana le da dos besos y recuerdos para sus padres, y tras agitar alegremente la mano desde la puerta, se gira y se aleja de allí, paseando hacia su casa. A pintar, a escribir, o a ambas. Probablemente a escribir porque César, sin quererlo, le acaba de regalar un buen tema para el relato del taller de diciembre.
8 amiguetes que comentan.:
Te leo, y espero ese relato de diciembre. Verás, si cuando quedes con alguien por compromiso, a partir de ahora, vas con las antenas puestas y te traes la idea para un relato, no habrás perdido el tiempo. Loli decía el otro día que al bajar al banco, el cajero tenía las manos con más pelos que nunca había visto. La chispa está ahí, en la calle.
Va.
Perfecto. Me ha gustado muchísimo este relato, el de diciembre ;-)
La euforia que se siente cuando una hace y dice exactamente lo que quiere decir y hacer en el momento justo no tiene precio. La mala noticia es que muchos hemos aprendido durante años a reprimirnos; la buena es que los malos hábitos se pueden desaprender.
Ximens XDDDD el relato es el mismo post, ¡no esperes que escriba otro! ¡Con lo que me ha costado! ¿Has supuesto acaso que es muy autobiográfico? ¿Y en qué te basas? XD
Reina, muchas gracias :)
Por textos como estos es por lo que me he "enganchado" a leer blogs.
Verdaderos cuentos cortos.
Hay personas asi; insisten en quedar contigo y luego hacen mas caso a todo lo que se mueve.
En una cafeteria vi una tarde a cuatro mujeres tomando el te juntas y las cuatro hablando por el movil ¿para que quedan si quieren atender a otras personas?
Y entiendo perfectamente tu verguaenza ajena. Tengo yo experiencias de esas para llenar un capazo grande.
Sentir ajeno algo que en el pasado nos fue cercano es una clara muestra de que ya se esta en otra historia. Es la muestra que se ha avanzado.
Espero que hayas podido con el cuadro, me parecve un regalo genial.
Tú ya tienes el de diciembre y yo a medias y atascada, uff, después de leer este peor. En fin que has descrito muy bien la situación y en corto además. ¿como se hace?
Besotes
Gracias Guille, Elysa, así da gusto mantener vivo el blog, oigan.
Elysa, tú sabes perfectamente cómo se hace, pero por si no te acuerdas ahí va la receta:
- Espuma de idea brumosa en el horizonte.
- Personajes al gusto.
- Un pequeño, mediano o gran conflicto (depende del hambre que tenga uno).
- Se pone a cocer durante un número inestimable de horas.
- Se retiran los pellejos de los personajes que sobran (joder, esta coña me está empezando a dar asquete)
- Se sube el fuego para que los personajes bailen solos y no se lo cuentas a nadie, los demás los veremos saltar.
- Se prueba, y si empacha... se aligera.
- Se retira del fuego cuando a uno le convenga, y al que no le guste que no coma. Y al que le guste que repita.
Podría seguir y seguir, pero con la tontería creo que se me está quemando la comidad de verdad..... chau!
Uhmmm!!! me anoto la receta. Aùn no tengo más que un banquero de manos superpeludísimas y con mala pipa como dirían por aquí, así que no sé qué podría hacer con él.
María tu relato me ha gustado mucho así en la primera lectura, lo haces tan natural y verídico, sobre todo ese pulpo tan sabroso que me daban ganas hasta de mojar pan en la tabla, jajajaja. La historia oculta puede que sea el egocentrismo del tipo??
Muy bueno, le echaré otra lectura más despacito para afinar un poco más.
Bss, wapi.
Qué te puedo decir que no te haya dicho ya :)
Me encanta el relato. También me encanta salir en un relato tuyo, mi pequeña vena egocéntrica, qué le vamos a hacer ;)
Reparte besos!
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