_Lo siguiente al chirrido, al estrépito infernal del frenazo y del tremendo golpe seco y los gritos, son unos segundos de silencio en los que todo queda paralizado. Al instante siguiente la gente que ronda la zona se agrupa hasta formar una muchedumbre que se dispone a hacer lo que se espera de ella. Esto es: Unos llaman al Samur, otros cuentan a gritos lo que han visto y que no suele ser apenas nada, otros llaman a la Policía, otros acuden a ver cómo se encuentra la niña que iba de la mano del señor al que acaban de atropellar y que está, definitivamente, muerto.
Pero fijémonos en aquellos que no están actuando de un modo «normal», que los hay, y nos daremos cuenta de que son, justamente, los testigos visuales del accidente: Los que lo han visto todo desde su posición, y con sus propios ojos.
¿Por qué se besa esa pareja apasionadamente, en la acera y a escasos diez metros del lugar del siniestro? ¿No es un momento un poco extraño para ello, incluso fuera de lugar? ¿Y la niña? La niña mira al cielo, posiblemente buscando un padre alado que ascienda, tal y como le contaron que sucedió con su abuela, y al no ver nada semejante se lanza hacia el cuerpo sin alas de su padre y rebusca algo en los bolsillos de su chaqueta y no ceja hasta que encuentra dos papeles rectangulares, de mil colores ¿Qué está haciendo? Y luego nos daremos cuenta de que, en la fachada de uno de los edificios de enfrente, una mujer de unos sesenta años que viste una bata de flores rosas y blancas y unas pantuflas azules, y que hasta hace un momento observaba sin pestañear lo sucedido, abandona el tendedero de su balcón y, un minuto más tarde, la vemos aparecer en el portal. Se agacha, coge un calcetín que yace a sus pies y cuyo par quedó en su tendedero y lo abraza como si fuera un recién nacido, mientras susurra gemidos que nadie que se preocupara por escuchar, entendería. ¿Por qué mira ahora hacia sus pies? ¿Qué interés puede tener ese punto de la acera donde cayó el calcetín? ¿Por qué ha bajado sin vestirse? ¿Qué más da, en ese momento, un calcetín? Y en un piso superior de la fachada de al lado un chaval de unos diez años entra corriendo en casa tras presenciar el accidente y ver cómo la niña se ha salvado gracias al providencial último empujón de su padre. Su madre menos que nadie podría entender por qué lanza sus dos coches de juguete al suelo y se sienta a la mesa a comer un plato de sopa, ya tibia. Y en el ático de otra fachada vemos a un escritor que, tras esos segundos clave de pausa y asimilación, entra rápidamente en su casa sin detenerse siquiera en cerrar la puerta de la terraza y se sienta, frenético, a escribir ¿Por qué? ¿Va a escribir el espantoso accidente que acaba de presenciar?
Si se pudiera dar marcha atrás en el tiempo, allá donde se encuentran las respuestas a casi todo, quizá tampoco las hallaríamos, porque… Quién iba a fijarse en esa pareja que camina por la calle y a la que costaría definir como tal ya que no se miran ni se tocan, ya que están a punto de dejar de ser dos y de claudicar ante diferencias irreconciliables. Nunca podríamos saber sólo con mirarles que ella quiere tener hijos, y él no. Quizá podríamos suponerlo si le hubiésemos escuchado a él cuando dijo «es demasiado pronto», mientras ella piensa que el tiempo es justo lo que se le acaba. Y quién iba a fijarse en un niño que juega en el balcón de su casa mientras su madre le grita desde el comedor que es la última vez que le dice que entre a comer, y que un día va a matarla de un disgusto… Quién iba a saber que el tipo del ático es un escritor que, cada mañana, desordena hábilmente su escritorio como si tuviera algo entre manos y se concede una tregua tras otra saliendo a fumar a la terraza, o a tomar un café, o a ambas cosas… jurándose que, en cuanto termine esa pausa, entrará a trabajar y ya no lo dejará en todo el día. Y sobretodo quién, quién iba a reparar en la mujer que sale a tender la ropa mientras piensa en que no sirve para nada, que no es nada en esta vida, que si al menos tuviera un marido que esperara que ella fregara, cocinara, barriera… Que esperara que tendiera la ropa. Nadie podría saber nunca que se siente como un calcetín desparejado y que lo ha dejado caer para ver cómo sería… y mientras mira a un padre que se dispone a cruzar la calle, y sabiendo que ella ya nunca paseará con su hija, decide que ya sólo queda encontrar el momento para abandonar.
Y tampoco nos hubiese llamado la atención, ni mucho menos, ese padre feliz que lleva a su hija de cuatro años al circo, por primera vez. Le ha enseñado las entradas antes de salir de casa, antes de guardarlas en un bolsillo interior de su chaqueta. Su hija está emocionada, exaltada, y aunque él sabe que no entenderá muy bien lo que vea y aunque dude que ella lo recuerde dentro de un par de años… es feliz llevándola y sabe que podrá volverlo a hacer cuando cumpla seis años.
Pero fijémonos en aquellos que no están actuando de un modo «normal», que los hay, y nos daremos cuenta de que son, justamente, los testigos visuales del accidente: Los que lo han visto todo desde su posición, y con sus propios ojos.
¿Por qué se besa esa pareja apasionadamente, en la acera y a escasos diez metros del lugar del siniestro? ¿No es un momento un poco extraño para ello, incluso fuera de lugar? ¿Y la niña? La niña mira al cielo, posiblemente buscando un padre alado que ascienda, tal y como le contaron que sucedió con su abuela, y al no ver nada semejante se lanza hacia el cuerpo sin alas de su padre y rebusca algo en los bolsillos de su chaqueta y no ceja hasta que encuentra dos papeles rectangulares, de mil colores ¿Qué está haciendo? Y luego nos daremos cuenta de que, en la fachada de uno de los edificios de enfrente, una mujer de unos sesenta años que viste una bata de flores rosas y blancas y unas pantuflas azules, y que hasta hace un momento observaba sin pestañear lo sucedido, abandona el tendedero de su balcón y, un minuto más tarde, la vemos aparecer en el portal. Se agacha, coge un calcetín que yace a sus pies y cuyo par quedó en su tendedero y lo abraza como si fuera un recién nacido, mientras susurra gemidos que nadie que se preocupara por escuchar, entendería. ¿Por qué mira ahora hacia sus pies? ¿Qué interés puede tener ese punto de la acera donde cayó el calcetín? ¿Por qué ha bajado sin vestirse? ¿Qué más da, en ese momento, un calcetín? Y en un piso superior de la fachada de al lado un chaval de unos diez años entra corriendo en casa tras presenciar el accidente y ver cómo la niña se ha salvado gracias al providencial último empujón de su padre. Su madre menos que nadie podría entender por qué lanza sus dos coches de juguete al suelo y se sienta a la mesa a comer un plato de sopa, ya tibia. Y en el ático de otra fachada vemos a un escritor que, tras esos segundos clave de pausa y asimilación, entra rápidamente en su casa sin detenerse siquiera en cerrar la puerta de la terraza y se sienta, frenético, a escribir ¿Por qué? ¿Va a escribir el espantoso accidente que acaba de presenciar?
Si se pudiera dar marcha atrás en el tiempo, allá donde se encuentran las respuestas a casi todo, quizá tampoco las hallaríamos, porque… Quién iba a fijarse en esa pareja que camina por la calle y a la que costaría definir como tal ya que no se miran ni se tocan, ya que están a punto de dejar de ser dos y de claudicar ante diferencias irreconciliables. Nunca podríamos saber sólo con mirarles que ella quiere tener hijos, y él no. Quizá podríamos suponerlo si le hubiésemos escuchado a él cuando dijo «es demasiado pronto», mientras ella piensa que el tiempo es justo lo que se le acaba. Y quién iba a fijarse en un niño que juega en el balcón de su casa mientras su madre le grita desde el comedor que es la última vez que le dice que entre a comer, y que un día va a matarla de un disgusto… Quién iba a saber que el tipo del ático es un escritor que, cada mañana, desordena hábilmente su escritorio como si tuviera algo entre manos y se concede una tregua tras otra saliendo a fumar a la terraza, o a tomar un café, o a ambas cosas… jurándose que, en cuanto termine esa pausa, entrará a trabajar y ya no lo dejará en todo el día. Y sobretodo quién, quién iba a reparar en la mujer que sale a tender la ropa mientras piensa en que no sirve para nada, que no es nada en esta vida, que si al menos tuviera un marido que esperara que ella fregara, cocinara, barriera… Que esperara que tendiera la ropa. Nadie podría saber nunca que se siente como un calcetín desparejado y que lo ha dejado caer para ver cómo sería… y mientras mira a un padre que se dispone a cruzar la calle, y sabiendo que ella ya nunca paseará con su hija, decide que ya sólo queda encontrar el momento para abandonar.
Y tampoco nos hubiese llamado la atención, ni mucho menos, ese padre feliz que lleva a su hija de cuatro años al circo, por primera vez. Le ha enseñado las entradas antes de salir de casa, antes de guardarlas en un bolsillo interior de su chaqueta. Su hija está emocionada, exaltada, y aunque él sabe que no entenderá muy bien lo que vea y aunque dude que ella lo recuerde dentro de un par de años… es feliz llevándola y sabe que podrá volverlo a hacer cuando cumpla seis años.
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