Cuando la enfermera le dice al señor Ignacio que se quite la dentadura postiza, él mira hacia la ventana de la habitación de hospital que le ha tocado en suerte y frunce el ceño mientras aprieta los labios para evitar el gemido que le sobreviene ante semejante anuncio en el que no había reparado.
Justo antes acaba de guardar tranquila y meticulosamente el audífono en su cajita, y después en el cajón de la mesilla, al lado de las gafas de uso diario y de las gafas para leer, cada una en su funda. Todo queda perfectamente alineado en el momento en que entra la enfermera a comunicarle la terrible noticia con toda la frialdad e indiferencia del mundo, y él sólo piensa – La dentadura no, lo pido por favor… –pero es un señor correcto y educado que jamás molesta, ni ofende, ni causa problemas a nadie, así que solamente mira hacia la ventana y frunce el ceño para evitar a la enfermera el trago de ver sollozar a un señor serio y respetable que podría ser su padre.
Durante los preoperatorios el señor Ignacio se mantuvo digno, hasta donde le permite el camisón azul abierto por la espalda cuyas cuerdas su mujer le anudó en silencio mientras él se pasaba la mano abierta por la cabeza y colocaba en su sitio sus escasos y canosos cabellos. No ha querido salir al pasillo a pasear mientras espera que le vayan a buscar con la camilla vacía que le llevará al quirófano. No ha querido que otros pacientes, o sus visitas, le vieran con la espalda al aire mostrando entre las cuerdas el calzoncillo, pese a que sabe que todos sus vecinos de planta visten ese mismo traje. Cuando ha necesitado ir al baño se ha llevado la mano derecha a la altura de los riñones y ha encerrado en su puño toda la tela del camisón que ha podido agarrar, y así ha pasado por delante de la cama de su compañero de habitación, despacio y, pese a todo, incluso se diría que elegante.
Con los médicos y enfermeras es diferente. Ha pasado por tantas pruebas, análisis, muestras y por fin los preoperatorios, que nota que para ellos es un cuerpo más y, gracias a la indiferencia con que le observan, más o menos ha aprendido a verse y dejarse manipular como si fuera un objeto mientras piensa en algo más agradable. Simplemente hace todo lo que le dicen, tan dignamente como ello es posible.
Pero en este momento la enfermera le alarga un vaso de plástico blanco para que deje ahí su dentadura postiza. Detrás de ella un camillero y su camilla, a la espera. El señor Ignacio está desnudo como le pidieron, ya que para su operación el camisón es un estorbo. Tiene que destaparse, levantarse de la cama y tenderse en la camilla donde se volverá a tapar. Han echado al pasillo a las visitas de su compañero de habitación pero no han corrido las cortinas que separan sus camas porque la camilla no cabe bien. Tendrá que mostrarse desnudo ante su vecino y eso, que hace unos minutos le suponía un trauma, ya no parece importarle a juzgar por la lentitud de sus movimientos. Se levanta despacio y para tres pequeños pasos que ha de dar, calza las zapatillas y las vuelve a descalzar. Se sienta en la camilla y vuelve a pasar su palma abierta lentamente a modo de peine mientras, cabizbajo, puede ver en primer término sus genitales. La enfermera le sigue tendiendo el vaso de plástico con un gesto totalmente indiferente, quizá con un punto ya de impaciencia.
El señor Ignacio se levanta de nuevo, aparta la sábana, estira las piernas y se tapa de cintura para abajo, doblando meticulosamente el embozo. Le tiemblan tanto las manos que le cuesta desencajar la parte superior de su dentadura. Una vez terminado el eterno y vergonzoso trámite le devuelve el vaso a la enfermera, que ella posa en su mesita correspondiente con desgana, para cuando vuelva.
Entra una enfermera de quirófano, vestida de verde, y se dirige a él como si fuera un niño. Él se ruboriza y tiembla mientras ella le ayuda a tenderse en la camilla sin dejar de hablarle como si fuera tonto. Ruedan por el pasillo y el señor Ignacio sólo ve pasar las pantallas de luz blanca por encima de su
cabeza mientras oye las niñerías que le dice la enfermera, cosas que ni él mismo se atrevería a decirle a su nieto de cuatro años. Tiembla como una hoja y una lágrima furtiva asoma justo cuando al tirar del embozo de la sábana se da cuenta de que no es lo suficientemente larga como para taparse la boca desdentada.
Su mujer acompaña al séquito hasta donde puede, que no es mucho, hasta el ascensor de la planta. Se le encoje el corazón al ver llorar a su marido por lo que supone miedo a la muerte, aunque les haya dicho el médico que no es una operación tan grave. Le nota débil, anciano y extraño visto así: Desnudo y desvalido sin la dentadura postiza que jamás se quitó ante nadie. Ni siquiera ante ella.
Justo antes acaba de guardar tranquila y meticulosamente el audífono en su cajita, y después en el cajón de la mesilla, al lado de las gafas de uso diario y de las gafas para leer, cada una en su funda. Todo queda perfectamente alineado en el momento en que entra la enfermera a comunicarle la terrible noticia con toda la frialdad e indiferencia del mundo, y él sólo piensa – La dentadura no, lo pido por favor… –pero es un señor correcto y educado que jamás molesta, ni ofende, ni causa problemas a nadie, así que solamente mira hacia la ventana y frunce el ceño para evitar a la enfermera el trago de ver sollozar a un señor serio y respetable que podría ser su padre.
Durante los preoperatorios el señor Ignacio se mantuvo digno, hasta donde le permite el camisón azul abierto por la espalda cuyas cuerdas su mujer le anudó en silencio mientras él se pasaba la mano abierta por la cabeza y colocaba en su sitio sus escasos y canosos cabellos. No ha querido salir al pasillo a pasear mientras espera que le vayan a buscar con la camilla vacía que le llevará al quirófano. No ha querido que otros pacientes, o sus visitas, le vieran con la espalda al aire mostrando entre las cuerdas el calzoncillo, pese a que sabe que todos sus vecinos de planta visten ese mismo traje. Cuando ha necesitado ir al baño se ha llevado la mano derecha a la altura de los riñones y ha encerrado en su puño toda la tela del camisón que ha podido agarrar, y así ha pasado por delante de la cama de su compañero de habitación, despacio y, pese a todo, incluso se diría que elegante.
Con los médicos y enfermeras es diferente. Ha pasado por tantas pruebas, análisis, muestras y por fin los preoperatorios, que nota que para ellos es un cuerpo más y, gracias a la indiferencia con que le observan, más o menos ha aprendido a verse y dejarse manipular como si fuera un objeto mientras piensa en algo más agradable. Simplemente hace todo lo que le dicen, tan dignamente como ello es posible.
Pero en este momento la enfermera le alarga un vaso de plástico blanco para que deje ahí su dentadura postiza. Detrás de ella un camillero y su camilla, a la espera. El señor Ignacio está desnudo como le pidieron, ya que para su operación el camisón es un estorbo. Tiene que destaparse, levantarse de la cama y tenderse en la camilla donde se volverá a tapar. Han echado al pasillo a las visitas de su compañero de habitación pero no han corrido las cortinas que separan sus camas porque la camilla no cabe bien. Tendrá que mostrarse desnudo ante su vecino y eso, que hace unos minutos le suponía un trauma, ya no parece importarle a juzgar por la lentitud de sus movimientos. Se levanta despacio y para tres pequeños pasos que ha de dar, calza las zapatillas y las vuelve a descalzar. Se sienta en la camilla y vuelve a pasar su palma abierta lentamente a modo de peine mientras, cabizbajo, puede ver en primer término sus genitales. La enfermera le sigue tendiendo el vaso de plástico con un gesto totalmente indiferente, quizá con un punto ya de impaciencia.
El señor Ignacio se levanta de nuevo, aparta la sábana, estira las piernas y se tapa de cintura para abajo, doblando meticulosamente el embozo. Le tiemblan tanto las manos que le cuesta desencajar la parte superior de su dentadura. Una vez terminado el eterno y vergonzoso trámite le devuelve el vaso a la enfermera, que ella posa en su mesita correspondiente con desgana, para cuando vuelva.
Entra una enfermera de quirófano, vestida de verde, y se dirige a él como si fuera un niño. Él se ruboriza y tiembla mientras ella le ayuda a tenderse en la camilla sin dejar de hablarle como si fuera tonto. Ruedan por el pasillo y el señor Ignacio sólo ve pasar las pantallas de luz blanca por encima de su
cabeza mientras oye las niñerías que le dice la enfermera, cosas que ni él mismo se atrevería a decirle a su nieto de cuatro años. Tiembla como una hoja y una lágrima furtiva asoma justo cuando al tirar del embozo de la sábana se da cuenta de que no es lo suficientemente larga como para taparse la boca desdentada.
Su mujer acompaña al séquito hasta donde puede, que no es mucho, hasta el ascensor de la planta. Se le encoje el corazón al ver llorar a su marido por lo que supone miedo a la muerte, aunque les haya dicho el médico que no es una operación tan grave. Le nota débil, anciano y extraño visto así: Desnudo y desvalido sin la dentadura postiza que jamás se quitó ante nadie. Ni siquiera ante ella.
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