Cuando Adriana pasa de largo el portal de su casa y se dispone a entrar en Cal Pep a tomar una caña y la ración que le sirven sin cobrarle nada, cosa que le evita comida y cena, no advierte que se acaba de cruzar con un hombre que está a punto de desmayarse. Le sonríe a la señora Montse, su vecina del piso de al lado, que parece venir de la compra y se dirige hacia ella. Y de repente la sonrisa de Adriana se pierde porque la señora Montse abre más los ojos y grita: “¡Vigila! ¡Que se cae!”. Adriana se gira y ve como el hombre se derrumba y cae al suelo.
Es lógico, piensa ella, el verano ha tardado en llegar a Barcelona y es el primer día en que el sol aprieta sorprendiendo a todos los viandantes con demasiada ropa. El hombre tendido en el suelo lleva una chaqueta azul con botones dorados y aspecto de contar con sesenta años de armario, pese a estar nueva. Adriana se acerca corriendo, junto a su vecina y un camarero de Cal Pep, y observan que el hombre es más joven de lo que les pareció en un inicio. Está bañado en sudor y, al tocarle la cara, Adriana nota el tacto húmedo, frío y gomoso propio de un reptil. “No debe tener ni cuarenta años y debe ser del barrio, me resulta familiar…”, piensa, justo cuando el tipo entreabre los ojos y pide un vaso de agua. El camarero, pragmático donde los haya, ya va con el vaso en la mano. La señora Montse le sujeta la cabeza por la nuca mientras el camarero inclina el vaso ante sus labios para que pueda beber. Y es entonces cuando el desconocido repara en Adriana. Y se vuelve a desmayar.
***
Joan se acerca a Santa María del Mar, pero no se decide a entrar. Pasea alrededor de la catedral de los pobres muerto de calor y sin decidir quitarse la chaqueta azul de su padre, más que nada porque no sabe en qué estado lamentable se encontrará la camisa que lleva desde hace tres días. Las noches anteriores ha pasado frío vagueando por las calles y, aunque la chaqueta le espanta, es lo que hay. Nota que los turistas le miran de forma extraña y le esquivan. Evitan rozarse con él al cruzarse en su camino en esta ciudad donde la gente es especialista en mirar a través de ti como si estuvieras hecho de papel de fumar. Pero Joan hace un tiempo que no es transparente…a los pobres se les ve bien. Le miran y le evitan, seguramente porque no está bien despistar al mundo teniendo pinta de indigente pese a llevar una chaqueta cara de los años cincuenta que huele a alcanfor. “Cada uno hereda lo que puede”, piensa Joan mientras baja al Fossar de les Moreres y se sienta a descansar.
Viene de enterrar a su padre en el cementerio de Montjuïch, una ceremonia sonada donde toda la familia le miró con desprecio y con asco, y nadie se prestó a ayudarle con algo de dinero. Su tía Aurora, de hecho, entre la inmensa pena por la muerte de su hermano y el aspecto penoso de su sobrino Joan, sumado al calor recién estrenado y al grueso traje de luto… No pudo soportarlo y se desmayó. “Pobre mujer”, piensa Joan mientras se levanta y camina de nuevo rumbo a la Plaça de les Olles, donde no dé tanto el sol y no tenga que quitarse la chaqueta de su padre. De camino va pensando en la puñetera esperanza, en la remota posibilidad de que todo cambie su rumbo establecido y vaya hacia mejor.
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La señora Aurora suspira de dolor en su cocina mientras espera a que su hijo salga del baño y la lleve al cementerio de Montjuïch, donde van a enterrar a su hermano menor. “Pobre Aureli, después de que su hijo se separara y se fuera a vivir a su casa a no hacer nada más que beber y beber alcohol, y robarle para seguir bebiendo… ya no fue el mismo… se ha muerto de pena”. La señora Aurora habla en voz alta y su hijo, aún en el baño, le recrimina a voces:
“El tío Aureli se ha muerto de viejo, mamá. Y lo demás son tonterías tuyas, que eres aún más yaya que él. Eso sí, en una cosa te doy la razón… ha pasado a mejor vida, porque la que tenía…”
Gime de nuevo y ve salir a su hijo Marc del baño, con una camiseta roja deshilachada, igual que los vaqueros y las zapatillas. Ojeras de no haber dormido nada y ojos del color de la camiseta.
“No pensarás ir así al entierro”.
“Tranquila, me quedaré en el coche, paso de ese rollo”.
Cuando llegan al cementerio y Marc para el motor del coche mira a su madre con una mueca entre hastío y cansancio, y le dice:
“Hala, da recuerdos a todos, hasta luego”.
“Tienes los ojos rojos y la cara muy pálida, hijo mío”.
“No he dormido nada. Venga, vete ya”.
Su madre suspira, hace un puchero y sale del coche. Marc se marea y en un minuto se queda dormido o quizá se desmaya, justo antes de pensar que no va a volver a salir la noche entera y que tiene que empezar a cambiar de algún modo el bucle de vida que lleva, cada día igual al anterior.
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Paula baila, y bebe, y se ríe, y bebe otro ron con cola, y se fuma un porro con dos tipos en la entrada del Jamboree a los que no ha visto en su vida, y baila otra vez. Da igual que esa noche de junio aún haga frío, ella va en tirantes. Tiene las ojeras moradas, los labios también, pero se siente bien, feliz y delgada… y borracha. Y entonces se le acerca un tipo, y bailan y se rozan… primero sin querer y luego queriendo, y se besan, y se muerden en la pista, y ella es feliz, y delgada… Le pregunta cómo se llama, por preguntarle algo antes de decirle que tiene que ir al baño…
“Marc”
“Yo Paula”
En la cola para entrar en los lavabos las dos chicas que esperan delante de Paula hablan sobre lo muchísimo que engorda el alcohol… “Y mucho más si lo mezclas con una bebida gaseosa…”
Paula se marea… Las dos amigas entran juntas, ella siempre va sola… le llega el turno. Echa el pestillo… se mete los dedos en la boca y acaba con las calorías de alcohol en un segundo. Baja la tapa del wáter y se sienta… La música hace que retumbe la puerta, el suelo, las paredes, su cabeza….
“Me sentaré sólo dos minutos… sólo dos… me estoy mareando… dos minutos y todo va a ir mejor, irá mejor…”
***
Ha quedado con Paula aunque no sean grandes amigas, y siempre que se encuentran ocurre lo mismo: Entran en cualquier sitio de comida rápida y Paula pide el Super-Mega-Giga-Menú-XXL. Engulle como si hiciera dos semanas que no se alimenta y fueran a pasar otras dos hasta la próxima ración. Deglute y habla a la vez, con la boca llena. Le cuenta lo bien que le va, lo mucho que liga, lo feliz que es…
“¿Tú no comes nada?”.
“No gracias, no tengo ganas”.
Se muere de hambre pero no tiene dinero para el alquiler, ni para nada apenas. Invariablemente, tras cada encuentro con la ansiedad de Paula, espera quince minutos a que ésta vuelva del baño.
Se despiden en la calle. Paula tiene mal aspecto. Ella no está mucho mejor. Se sienta en un banco de la calle un minuto porque le flojean las piernas tras veinticuatro horas sin comer. Piensa que algo debe cambiar, no puede seguir siempre igual, todo debería cambiar hacia mejor en algún momento.
Hace calor así que se quita el jersey y se dirige al bar que hay debajo de su casa. Allí pide siempre una caña, y le ponen una ración gratis que le ahorra la comida y la cena. A lo lejos ve a la señora Montse, su vecina de rellano que se acerca cargada de bolsas de la compra. Le sonríe y, al hacerlo, olvida mirar el reloj colgado en la fachada del edificio de enfrente. No se da cuenta de que, por primera vez desde que vive en el Borne, el reloj se ha parado.
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