20101002

Segundo.

with 5 amiguetes que comentan.
        La mañana en que Segundo concluirá su enésimo aunque más importante invento, amanecerá limpia y despejada. Desde una altura poco usual para el ciudadano de a pie, el piloto del helicóptero que vigila el tráfico de la ciudad observará mejor que nadie cómo la ciudad entera se desborda de color en pocas horas. Sobrevolará el parque central donde confluyen tres avenidas para comprobar que la obra de la fachada del Ayuntamiento provoca una vez más el atasco de cada mañana, pero al darse cuenta de que los cerezos del parque ya estarán en flor desviará su mirada: extasiado observará el algodón mullido, las motas rosáceas, y el vaivén de cada vez más puntos azules, rojos, verdes que atraviesan el parque para ir a trabajar. Sabrá que uno de uno de ellos es su novia, y la acompañará hasta el puesto de flores donde intuirá su sorpresa ante la repentina y amplia selección que hoy le ofrece la florista. Intercambiarán cumplidos y sonrisas: un billete azul que irá a parar al delantal verde pistacho de la tendera, otro rosa y alguna moneda dorada en el monedero blanco de su novia. Seguirá observándola en su recorrido e inventará otras sonrisas como la suya, algunos brazos desnudos, muchos niños jugando y chillando. Verá cómo los abrigos reposan inservibles en los brazos de los paseantes y la sombra de los cerezos jaspea en las caras felices de los amantes que los observan, y cómo, de cuando en cuando, guiñan alegremente los ojos para protegerlos de algún rayo de sol infiltrado: un perro ladrará a un cachorro de pastor alemán mientras corre tras dos palomas que no se deciden a levantar el vuelo del todo, y un niño irá detrás de él bajo la atenta mirada de sus padres, que pasean entrelazados. Finalmente el piloto perderá de vista a su novia cuando acabe de atravesar el parque, pero podrá imaginarla contándole todo esto por la noche, después de que él le explique emocionado cómo se vive esta repentina explosión de color desde el aire.

      Todo el mundo hablará de ello por la noche al menos durante dos minutos, del mismo modo en que se habla de cualquier suceso tan inesperado como natural. Todos, menos Segundo, que al cruzar el parque esa mañana se pierde todo el espectáculo de tan concentrado que está en llegar cuanto antes al estudio mientras piensa, una vez más, que el entramado de esas calles no le convence y que, si una vez alcanzada la avenida tras cruzar el parque no tuviera que avanzar tres manzanas y subir por una perpendicular..., si pudiera trazar una bisectriz entre las dos avenidas confluyentes cuyo vértice comienza en el lado noroeste del parque, llegaría mucho antes al estudio. Pero aquellos que idearon esta red de calles a la que llamamos ciudad no pensaron en la importancia que podía tener su invento para la Humanidad y, por tanto, Segundo debe adaptarse a sus quiebros y a que, en éste caso, el camino más corto no podrá ser nunca la línea recta. Es por eso que esas tres manzanas se le hacen siempre interminables, y para evitarlo divide las distancias y fija su vista en la tercera esquina, en el vértice donde, por fin, doblará a la izquierda y que según sus cálculos queda a unos doscientos metros, a unos doscientos treinta pasos de los suyos, a dos minutos cuarenta segundos. Segundo levanta las solapas de su abrigo de paño y encoge los hombros al meter las manos en los bolsillos sin dejar de mirar esa primera meta, y todo el tramo se le antoja inacabable: subirá esa otra calle perpendicular durante trescientas ochenta baldosas, setenta y ocho bolardos, dos minutos diez segundos por ser un tramo de subida, hasta la esquina del bar; girará allí a la derecha y avanzará doce árboles, cuatro papeleras, cincuenta y nueve segundos hasta llegar a la escalera, a los cinco peldaños que descienden de la acera a la puerta del semisótano que le dará paso a su estudio. Pero queda tanto tiempo para ver su puerta que Segundo no quiere pensar en ello y decide acortar su desplazamiento divagando sobre cualquier tema que logre que no sea consciente de cada paso que da y, sobre todo, de cada paso que le queda por dar.

     Y es así como, sin darse cuenta, retrocede en su memoria hasta el momento en que entre sueños apareció la idea germen de su último invento dos años atrás: una idea atada a ese hilo que se escurre al despertar y que si uno no agarra a tiempo, olvida para siempre; ese hilo que se estaba escurriendo entre los pliegues de su reciente vigilia hasta que Segundo lo tocó con la punta de los dedos y que le llevó a la madeja enmarañada que abrigaba aquella cocina espectral. Ahí vemos al niño Segundo sentado a la mesa. Aburrido ante el monólogo lánguido de su padre, se rebulle en la silla y se retuerce en el rumor átono de la voz paterna que no tiene visos de terminar nunca su perorata, hasta que su hermana mayor entra en su sueño y abre una ventana para que entre algo de luz. Se aproxima al fogón para guisar una receta tras otra sin detenerse y no llega a servir nunca los platos. De cuando en cuando le mira y le sonríe y con ello le hace emerger un poco de su estado inestable e imposible entre el caos y el bostezo. Segundo espera con ansia a que su hermana le sirva el plato de porcelana blanca que reposa en la mesa, entre sus brazos, y en un momento le parece distinguir un nuevo y casi inaudible sonido entre sus manos: algo parecido a un tic-tac más imperceptible que el bisbiseo de mosca, y que le obliga a mirar casi implorante a su hermana, deseando que se siente a charlar con él cuanto antes. Pero ella, ajena a todo ruido que no sea el entrechocar de la vajilla o el tintineo de los vasos, le sonríe y continúa en sus quehaceres, dejándole solo con el murmullo paterno que nunca acaba, el vuelo de mosca en vuelo rasante entre la basura, el entrechocar de la vajilla y el constante tic-tac de reloj que asciende de entre sus manos. Y al mirar su plato vacío justo antes de despertarse, le muestra una esfera blanca con un cuchillo corto que no deja de hablar y apenas se mueve y una cuchara larga que avanza firme, paso a paso en su paseo circular, para llegar siempre al mismo sitio y volver a empezar. A partir de su sueño Segundo recuerda que todo fue más o menos sencillo y que muchas veces lo que cuesta es tener una idea, un objetivo a lograr que en un inicio sólo se intuye posible. El resto es sólo trabajo.

     Y ya por fin en su estudio, tras dos años preguntándose cómo podría hacer para medir el tiempo tal y como cada uno lo vive y no como marca la convención, parece que va a lograrlo. Dos años teorizando, leyendo, anotando, comparando e intentando lograr crear un reloj que mida las cosas como son, esto es: que la cena de cada miércoles en casa de su hermana pasa en realidad en diez minutos o que la espera de un par de horas a que un ser querido salga de un quirófano dura en realidad tres días. Un reloj relativo, esto es, como el que ahora mismo tiene en las manos y que ya sólo debe engranar a su muñeca y a través de ella, a su pulso.

     Después de dos años errando la solución se le antojó, incluso, la más sencilla: el pulso, ese latido intermitente de sus arterias, esa variación breve e intensa que depende casi exclusivamente del valor de una magnitud y que resuelve en simples golpes un cúmulo de información sensorial solamente suya. Sólo debía conseguir interpretar tanta información preciosa — y precisa — de su pulso en valores: valores mesurables entre la felicidad y la desdicha, con todos sus infinitos pasos intermedios. Y todo a través del hilo con el que recuperó su sueño y que, tras incontables pruebas, resultó ser de berilio, el único metal conductor que no causó rechazo una vez formó parte de su cuerpo, y que, de forma endógena, iba a recibir los impulsos de sus impresiones. Nunca supo si el resto de metales probados podrían conducir ese tipo de información ya que al clavar una hebra de cada uno de ellos bajo su piel, de todos ellos brotaron erupciones, irritaciones, eczemas y demás avisos de que algo no iba bien. Todos los metales parecían negarse a ayudarle y, tras innumerables pruebas, pareció funcionar solamente con filamentos de berilio, uno de los metales más ligeros que se extrae a partir de los cloruros depositados debido a la evaporación de los lagos y los mares: Y de dónde viene el ser humano más que de esa sopa, de ese caldo de cultivo donde se creó la vida de forma aleatoriamente misteriosa, o misteriosamente aleatoria. Pulso y berilio, berilio y pulso: hilos metálicos que en breves instantes atravesarán su piel y su carne por esos lugares específicos mil veces calculados. Así que coloca su invento en el anverso de su muñeca izquierda, presionando sin llegar a clavar las seis hebras metálicas, una por cada uno de sus sentidos, que deberán aparecer por el reverso en su posición exacta y que, como bien intuye, le va a doler.

     Su mirada reposa un instante en la única foto que tiene en el estudio y que muestra el rostro de su hermana feliz, sonriendo a la cámara. Esa misma noche la verá sonreír de ese modo, mientras prepara la sempiterna cena para dos de los miércoles, su remanso en mitad de la semana. Sonreirá como en esa instantánea tomada por él y de la que se siente orgulloso: el retrato no es una de sus virtudes y sólo suele usar su cámara para fotografiar los procesos de sus investigaciones.

     Y mientras espera ese impulso a medias voluntario roza con el meñique de la mano derecha los hilos, como si fuera una minúscula arpa cuyas cuerdas bien tensadas no tuvieran mayor espesor que una cana, y coloca la palma en el reloj dispuesto a presionar, recordando para tranquilizarse cómo atravesaron sin desviarse elementos mucho más compactos y densos que la carne humana. Y así, sin más que hacer que cerrar los ojos en el último instante, aprieta por fin desde la esfera, y no deja de hacerlo hasta que nota que la base del reloj reposa en su muñeca izquierda, en el lugar que deberá ocupar ya para siempre.

     Un dolor caliente, casi tanto como la única lágrima que se permite, un espasmo eléctrico y un sabor metálico en el cielo del paladar es lo único que recordará Segundo de éste instante en el que concluye el proyecto de su vida, mientras cauteriza los cabos de los hilos que apenas asoman y sin saber de momento si será un éxito o un fracaso. Sentado en su butaca de cuero abotonado observa el escritorio lleno de papeles, anotaciones, cálculos… contempla el carro de acero inoxidable donde descansan agujas, bisturíes, frascos, miles de filamentos de litio, níquel, cadmio, cientos de cortes de berilio de diferentes dimensiones. Lo observa todo sin dejar de mirar de reojo la esfera negra en su muñeca y comprobar que las manillas están paralizadas hasta tal punto que nuestro inventor piensa por un momento que su reloj no funciona. Y es por eso por lo que mantiene la respiración durante un minuto, y no se mueve hasta que percibe que el segundero avanza con pesadez un paso. Segundo descubre entonces su reflejo en el cristal circular del reloj sin correa y vislumbra sus ojeras, su piel macilenta, su gesto serio, y un gusto amargo se une al metálico y se va haciendo denso en su boca mientras observa su escorzo deformado.

     Son las 10.30 de la mañana. Quedan 11 horas convencionales para la cena y a saber cuánto tiempo relativo. Segundo recoge el escritorio, archiva todos los papeles, limpia y desinfecta el carro, tira el material sobrante que no podrá reutilizar y cuando termina, agotado, vuelve a mirar su reloj sin correa nuevo, brillante, y comprueba que son las 10.42. Doce minutos nada más. Quedan 10 horas y 48 minutos para la cena y está claro que necesita encontrar algo entretenido que hacer, por dos motivos: para comprobar que su invento funciona a la perfección cuando constate que mide el tiempo deprisa, y para que llegue cuanto antes el momento de la cena con su hermana y contárselo todo. Estará orgullosa, le felicitará, se reirán mientras brindan con un buen vino el éxito de su nuevo invento. Los volúmenes de su biblioteca le muestran lomos teóricos sobre Matemáticas, Física, Medicina, todos limpios y con algunas letras borradas. En un rincón de la estantería le esperan cuatro volúmenes nuevos y, sin embargo, llenos de polvo. Es su porcentaje de interés por la ficción y, sin pensarlo, coge una cualquiera de las novelas y se arrellana en la butaca. Las palabras pasan ante sus ojos por obligación, negándose a resultar interesantes, una tras otra. Así pasan las páginas de igual modo, sin avisarle siquiera de que las está ignorando mientras las sobrevuela. Es el número 2, sin embargo, quien le llama la atención y le informa que ha leído un capítulo entero sin entender nada. Le da pereza volver atrás y trata de continuar con atención, pero las letras que conforman palabras y las palabras que organizan frases, frases que llenan páginas, se niegan a decirle algo. Y de nuevo es el número 3 el que salta a sus ojos para preguntarle por qué se empeña en perder el tiempo en algo que no le interesa. Pero Segundo no contesta y continúa porque sabe que si consigue engancharse a otra historia, el tiempo pasará tan deprisa que apenas se dé cuenta ya tendrá que irse a casa de su hermana. Y así sigue, flotando entre palabras huecas hasta que el número 4 se pone en pie y le pregunta si no cree que 3 capítulos enteros no es más que suficiente para darse cuenta de que está perdiendo el tiempo. Es más, le dice que haga el favor de salir a la calle, que ya es primavera y se lo está perdiendo. Y al mirar su reloj nuevo, sin correa, es el número 6 quien sale a su encuentro para darle el dato de los minutos transcurridos en todo éste insulso viaje que, por fin resignado, abandona.

     La puerta de entrada al estudio vuelve a ser una meta, esta vez desde el interior, y los cinco peldaños posteriores se convierten en una escalada casi imposible a la cima de la acera si no fuera por la ayuda de la barandilla. Sube las solapas de su abrigo y piensa en si ir a su casa a por la bufanda y desandar el camino que debió recorrer hace un rato y que apenas recuerda: si pasó por el parque no se dio cuenta. Observa a la gente que se cruza con él, todos en mangas de camisa. Una pareja le adelanta en su carrera matutina de pantalón corto y auriculares y casi pierde pie, aunque no le rozan. El matrimonio de la frutería vocifera el precio de las cerezas mientras Segundo piensa que se podría tomar un café caliente en casa, cuando llegue, pero para eso queda tanto que de momento quizá estaría bien llegar simplemente al chaflán de la esquina y que le dé un poco el sol. Desanda el camino hacia el parque con pasos vacilantes y tanto o más dubitativos que sus ojos, que observan confusos a la gente con la cual se cruza porque, de algún modo, le resultan familiares. No en vano ha recorrido esa calle al menos setecientas treinta veces en los dos últimos años, así que todos aquellos que ve ahora deben ser vecinos a los que podría saludar y con quienes podría compartir unos minutos si los recordara, pero sólo consigue que le suenen algunos rasgos, aquella voz, o ese gesto. Y cuando por fin logra llegar al bar de la esquina y se detiene en la acera a escrutar el interior mientras nota apenas perceptible el calor del sol, se sorprende de la facilidad con que la gente está acompañada, de lo simple que parece hablar de cosas triviales, de lo fácil que debe ser reír. Piensa en lo absurdo que sería tomarse ahí el café y contarle a ese camarero cuya cara le suena que ha inventado un reloj que lee el tiempo tal y como uno lo aprecia y que — si le hiciese uno — las noches que pasa con su novia transcurrirían en dos maravillosos minutos, y los doscientos cafés que sirve durante su jornada laboral se convertirían en cientos de litros de cafeína servidos durante una semana interminable sin descansar. ¿Y qué otra cosa le podría contar? Quizá que va a ir a ver a su hermana esa noche, que cocina de maravilla, aunque no podría evitar explicarle que para ello queda aún media vida. Y es la imposibilidad de hablar con un profano en ciencias sobre su invento lo que le hace desistir y seguir hacia el parque tras esconder sus manos temblorosas en los bolsillos del abrigo y dejar entrar en el bar a una pareja a la que le estaba barrando el paso sin darse cuenta.

     Y ahí está ahora, en éste preciso instante convencional y relativo: sentado en un banco del parque y, aunque suene irónico, haciendo tiempo. Tiritando bajo la sombra de un cerezo que le motea la calva mientras observa como tres palomas levantan el vuelo y se alejan porque las persigue un perro. Detrás del cachorro aparece corriendo un crío que se ríe porque quiere atraparlo pero no lo logra, y antes de que Segundo se pregunte dónde estarán sus padres ya los ve pasar ante él y rebasarle, dejándole ver un nudo de brazos a sus espaldas. La florista sonríe en su puesto a una joven que acaba de pagar un ramo de rosas amarillas y guarda el billete en su delantal verde pistacho. Una tropa adolescente pasa veloz con sus carpetas forradas de mil colores, entre risas y prisas, y parecen seguir la misma dirección que lleva el helicóptero de tráfico que sobrevuela el parque, directos a la biblioteca para preparar el examen de la tarde. La tarde: la eternidad que se le avecina, sin nada que hacer más que desear que llegue la noche y ver guisar de nuevo a su hermana, verla bregar y afanarse por la cocina antes de sorprenderle con una receta exquisita sobre un plato de porcelana blanca. Disfrutar con su compañía durante tres horas que su reloj relativo medirá como diez perfectos minutos. Y serán perfectos, redondos, porque no piensa frenarlos contándole la atrocidad que ha hecho, su absurdo invento. Y no piensa hacerlo porque diez minutos es muy poco tiempo pero, aún así, menos es nada. Es entonces cuando Segundo ve que empieza a nevar y tira con la mano derecha de la manga izquierda hasta los nudillos, justo después de atisbar en la esfera brillante de su reloj el reflejo de su cara abatida y su cansancio de siglos. Antes de hacer desaparecer su reloj bajo la manga de paño del abrigo, el reflejo le muestra la caída prematura de los pétalos del cerezo que tiene a su espalda y que casi no ha tenido tiempo de brotar del todo. Pétalos que parecen copos y que la gente se para a mirar, extrañados de que caigan tan pronto habiendo brotado esa misma mañana. Una sola mañana de esplendor para ese cerezo, y una magnífica nevada de flores que mantiene a los paseantes extasiados, disfrutando de esa maravilla de la naturaleza sin darse cuenta de que un tipo gris, abrigado y solo, tirita y echa de menos su bufanda mientras nota cómo la nieve cae sobre sus hombros.



CMYK básico

5 amiguetes que comentan.:

  1. Loli Pérez dijo...

    He visto el comentario de que has publicado tu cuento pero en la página no lo encuentro para votarlo, y he mirado las 5 primeras páginas...
    Me encanta tu cuento.
    ¡pero no sé como votarlo! XDXDXD

  2. Una que yo me sé dijo...

    Diría que no lo han publicado aún, debe estar a la espera de que alguien lo revise y de el visto bueno. Igual mañana, o el lunes :)

    Gracias igual! :)

  3. Elysa dijo...

    Estoy igual que Loli, que alguien me ilumine.
    Porfa...

  4. Una que yo me sé dijo...

    Elysa :)) Aún no lo han publicado en la web, cuando lo hagan os aviso. Besos y gracias mil.

  5. Una que yo me sé dijo...

    Para votar el relato hay que entrar en http://zonaliteratura.com.ar/index.php/2010/10/04/segundo-cuento-de-una-que-yo-me-se/?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+ZonaLiteratura+%28Zona+Literatura%29

    Y al final se puede votar con los pulgares. Si se vota con las estrellas cuenta menos a la hora de ver quién gana.

    Gracias mil! :)

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